Pensando
solamente en cumplir con la voluntad de Dios Padre, todo lo entrega Jesús por
amor.
La
entrada en el mundo espiritual es siempre un misterio que sobrecoge el ánimo.
Por esto, todos miramos con prevención, sino con horror, el momento inevitable
de la muerte. Estamos tan acostumbrados a un mundo de leyes tangibles que
conocemos, al cual nos hemos acostumbrado, que a casi todo el mundo causa un
sentimiento de espanto entrar en las regiones de lo desconocido, de la muerte.
Esta
prevención y temor no podía existir en el divino Hijo, en el Verbo encarnado;
sin embargo, le oímos exclamar: "Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu." ¿Por qué?
La
experiencia del Salvador como hombre ha de ser la nuestra también de un modo
inevitable; todos hemos de pasar por este sombrío valle. ¿Cuándo?, ¿cómo? No lo
sabemos, pero ha de venir dentro de pocos años. ¿Podremos dirigirnos entonces a
Dios del mismo modo que nuestro Salvador lo hizo? Si Él es nuestro Padre,
¡podremos! La gran cuestión para nosotros es: ¿Qué debo hacer para que lo sea?
Tenemos la respuesta en Juan 1:12 y Efesios 1:5. La muerte redentora de Cristo
es la garantía de que podremos terminar nuestros días con la misma confianza
que El, si le hemos aceptado como nuestro Salvador y Señor. Solamente entonces
podremos decir con gozo: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Llévalo
como quieras y donde quieras, por este universo misterioso, insondable,
invisible, donde hay enemigos poderosos no sujetos aún; pero en el cual Tú
reinas porque eres el Creador y Señor Todopoderoso. ¿Podremos decir esto cuando
la hora llegue? ¿Podremos enfrentarnos con una realidad tan misteriosa y
desconocida sin temor alguno?
Séptima Palabra:
Padre… en tus manos encomiendo mi espíritu…